Si exccelente dibujante, Joan Martí >ragonés, posee, también, en grado sumo, el sentido del color. Ya cuando por vez primera -esto sucedía el año 1963- se presentó en la barcelonesa “Sala Jaimes”, el público y la crítica reconoció en este artista unas dotes privilegiadas para el cultivo del arte, oficio que al paso de los años ha ido perfeccionando hasta llegar a ocupar un destacadísimo lugar entre los autores plásticos que buscan y encuentran su imagen dentro de la figuración del rostro conocido.
Su obra -dibujo y pintura- está situada en una figuración de imagen no creativa: quiero decir , inscrita en una expresión que no pone su meta final en la invención de formas; con ello no pretendo decir que Martí reduzca su representación a un realismo de ultranza, carente de imaginación o abocado a la repetición fotográfica. Todo lo contrario. Si Joan Martí busca su temática en el paisaje, en el bodegón, en el retrato o la figura -argumento este último al cual dedica su mayor atención, especialmente en lo que se refiere a la mujer, su modelo ideal-, temas eternos de la pintura, sabe dar a los mismos una versión de modernidad que fudamenta en dicciones que conocen modos de interpretar afines a los <ismos> más avanzados en orden a la composición y el empleo del color.
Temas, los suyos -como ya he escrito en otra ocasión- que lleva a su representación -estoy cierto- preocupado por hallar, al realizarlos, algo que se acerque y le lleve a la belleza. Estación final, palabra mágica, hoy un poco o mucho deshechada, que adivino en la intención final que el buen artista barcelonés persigue en su obra.
Obra figurativa que Joan Martí hace partiendo de un dibujo -perfectamente dominado y obediente al sensible instinto que declara llegada la hora de componer- que suma decires contrarios y dispares que van del academicismo a la abstracción. Si el primero le sirve para la descripción de los textos, el segundo para -a la par que comunicarles el sentimiento- regalar fondos y atmósferas en las cuales aquellos se ven realizados con sentido plástico al alcanzar una expresión personal que hace que su obra posea sello y apellido propio.
Personalidad de una obra artística que Joan Martí -perseverando en una dicción basada en una excelente caligrafía y en una cálida coloración- traduce a resultados plásticos de primer orden: una serie de imágenes que llegan a su final a través de una línea -continuada o incisiva en busca de la expresión- y de una pincelación -cuando el color participa- larga, gestual, siempre segura, que le permite abordar, con éxito, realismos o idealizaciones de neto acento lírico, llenas de sentimiento, luminisidad y clima apropiado. Así en sus dibujos o en sus pinturas al óleo o al gouache.
Obras a las que, todavía, para el mejor logro de sus propósitos, acierta a incorporar un tono intimista que hace respirables los ambientes que las envuelven: siempre los motivos aparecen bañados por una luz que los hace poéticamente vivos, vestidos de una elegante sensualidad que los libera de toda posible caída a cualquier exceso; ricos de calidades cromáticas.
Es por este camino que su obra se hace y se culmina dentro de una plasticidad sumamente sugestiva: que no es en vano -como ya dije- que la mujer, la figura femenina -con toda la fuerza de su cuerpo y la delicadeza de su femineidad- sea la protagonista más frecuente de su pintura. Una pintura que es vibrante en la dicción y cálida en la suave atmósfera que la cobija: limpiamente sensual dentro de un realismo poético.
Joan Martí -en definitiva- es un hombre que ha sabido convertir su vocación en oficio y su profesión en arte.
Francesc Galí