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Maestros e inspiradores I, 1850-1860

Cuando los impresionistas iniciaron su aprendizaje, la pintura francesa aún estaba dominada por la Académie des Beaux-Arts. Fundada en 1664, tras las profundas reorganizaciones dictadas por Napoleón, la Académie se convirtió en una sección del Institut de France, dirigida por cuarenta miembros vitalicios. Estos seleccionaban a los jóvenes pintores, los recogían en sus estudios privados y los preparaban para el examen de admisión en la École de Beaux-Arts, el centro del sistema educativo nacional. Creada en 1648 por Colbert con el objetivo de sentar las bases para la gestión y el control directos del arte y los artistas por parte del Estado, también la École sufrió radicales transformaciones con Napoleón, y durante la restauración se convirtió en una etapa casi obligada para todos los jóvenes artistas que deseaban hacer carrera. Quien lograba superar el selectivo examen de admisión seguía un programa de estudios particularmente severo y riguroso desde el punto de vista técnico, aunque culturamente superficial y, sobre todo, poco abierto a la inventiva y a la interpretación personal. Símbolo de la École era su gran vestíbulo, repleto de estatuas griegas y romanas, que servían como modelo para los cursos de dibujo, sin duda la materia más importante de todos los planes de estudio. Los de mayor mérito se repartían los premios asignados en los numerosos certámenes de habilidad, organizados cada año, en particular el Prix de Rome, el más anhealdo y prestigioso.

Teóricamente estaba abierto a todos los franceses entre quince y treinta años, pero en realidad solo los estudiantes de la École, eximidos de las pruebas preliminares, tenían posibilidades de ganarlo. El examen final consistía en realizar una pintura sobre tela ( de aproximadamente 1,5 x 1,2 m ), sobre un tema elegido por los miembros del Institut de France, tomado de la historia antigua o de la Biblia. Los candidatos tenían treita y seis horas para elaborar un dibujo, detallado hasta sus últimos pormenores, y setenta días para plasmarlo sobre la tela. Los ganadores pasaban cinco años en la Academia Francesa de Villa Medici en Roma: estudiaban y copiaban las obras romanas y renacentistas y enviaban periódicamente sus trabajos a París, a fin de que los profesores de la École valorasen los progresos efectuados durante su estancia. La consagración oficial para un jóven alumno era la admisión en el Salón, si no la única, la más sólida posibilidad de encontrar compradores para sus obras. También el Salón Carré del Louvre, donde se exponían los trabajos de los mejores alumnos de la Académie. Con la Revolución francesa, el acceso al Salón quedó abierto a todos y se creó un jurado que seleccionaba los trabajos propuestos.

Hasta 1833 se organizaba cada dos años; desde 1833, con Luis Felipe, tuvo periodicidad anual, a excepción del período entre 1852 y 1863, en que se volvió a la períodicidad bienal. El número de obras expuestas variaba de año en año, de tres a cuatro mil telas, el más vasto e importante mercado del arte contemporáneo mundial. El público acudía en gran número de toda Francia y del exterior, con puntas de cuatro mil visitantes diarios, que pagaban una entrada de casi un franco. Además del catálogo, estaban en venta reproduciones de casi todas las obras presentadas, para darles la más amplia difusión posible. La prensa daba un gran relieve a las distintas ediciones, con numerosas intervenciones de críticos y escritores famosos, como Charles Baudelaire, Émile Zola, Alexandre Dumas, Théophile Gautier y los hermanos Edmond y Jules Huot de Concourt. Entre las publicaciones de estas décadas destaca Le Charivari, una revista satírica fundada en 1832 por Charles Philipon (1800-1862). En sus páginas se publicaban las ilustraciones de Honoré Daumier, de Grandville, las vitriólicas caricaturas de Cham –pseudónimo de Amédée de Noè (1819-1879)– y los artículos, a menudo polémicos, de Louis leroy, quien dará nombre a los impresionistas.



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