Estar entre los premiados del Salón , ideado por Colbert en 1667 reprentaba, por tanto, un verdadero reconocimiento oficial: significaba conquistar o reforzar la propia fama, tener mayores probabilidades de encontrar compradores o de recibir encargos por parte de los funcionarios del Estado para decorar monumentos, teatros, universidades, tribunales e iglesias. Aún más afortunados son aquellos cuyas obras eran elegidas y adquiridas por los encargados del Ministerio de Bellas Artes para ser colocadas en los edificios oficiales o incluso en el Musée du Luxembuorg, la sección del Loubre dedicada a los artistas vivos.
Con el crecimiento del numero de obras presentadas para la selección y de la importancia de los premios asignados, el poder del jurado aumentaba cada vez más, desencadenando polémicas y rivalidades muy virulentas, a las que se intentó poner al menos un parcial remedio modificando, en el curso de los años, el número de miembros y los criterios con que se elegía. Pero, en general, durante toda la primera mitad del siglo XIX, la orientación de los jurados fue rígidamente conservadora, hasta el punto de desdeñar deliberadamente las corrientes o los artistas más innovadores. Un particular papel desarrollaron, por último, las Exposiciones Universales: la primera fue la de Londres, en el Crystal Palace, en 1851, seguida por la de Nueva York de 1853. En las dos ediciones parisinas de 1855 y 1867 se montaron verdaderas exposiciones antológicas: por ejemplo, en 1855 Ingres estaba presente con cuarenta cuadros y Delacroix con treinta y cinco, una excelente ocasión para ver composiciones nunca antes expuestas, al haber sido encargadas por coleccionistas privados. Además, el público podia conocer, a menudo por primera vez, obras de arte provenientes de países extranjeros, en particular extraeuropeos.
El encuentro con culturas tan lejanas y diversas fue un estímulo muy importante para los jóvenes artistas, ofreció nuevos motivos de inspiración y reforzó en ellos el deseo de la renovación. El arte francés de la primera mitad de siglo XIX aún estaba dominado en gra parte por el clacisismo, teorizado por Jacques Louis David a fines de siglo XVIII. Su herencia pasó a uno de sus discípulos más dotados: Jean-Auguste-Dominique Ingres. Nacido en Montauban en 1780, Ingres empezó a pintar bajo la dirección de su padre, luego en la Academia de Toulouse y en 1797 entró en el taller de David, en París. En 1801 ganó el Prix de Rome, pero no pudo trasladarse inmediatamente a Italia a causa de las guerras Napoleónicas. En 1806 al fin llegó a Roma, donde permaneció hasta 1820, año en el que se trasladó a Florencia, a casa del escultor Bartolini. En el Salón de 1824 presentó El voto de Luis XIII, una gran tela, hoy en la catedral de Notre-Dame en Montauban; los críticos la aclamaron y la contrapusieron polémicamente a Las mantanzas de Quíos, una de las primeras obras revolucionarias de Delacroix. De vuelta a París, Ingres se convirtió en miembro de la Académie y abrió un taller cada vez más frecuentado y considerado.
Entre 1834 y 1841 estaba nuevamente en Roma, en calidad de director de la Academia Francesa y su influencia aumentó todavía más. En las décadas siguientes continuó recibiendo muchos e importantes encargos públicos y privados, en particular retratos femeninos, considerados entre sus obras maestras por el perfecto equilibrio entre la minuciosa atención a los detalles y la aguda introspección psicológica.